La única guerra real a la que se podría hacer referencia en Venezuela es la guerra a la meritocracia. Desde los tiempos de Chávez, sobre todo por su particular empeño en cogerse a PDVSA, la meritocracia que se cultivaba en el país comenzó a recibir duros golpes traicioneros. Uno de los golpes más típicos era el que venía con el disfraz de la lealtad: se exigía lealtad al comandante como una de las "competencias" que los altos gerentes públicos debían demostrar. Ese disfraz sólo ocultaba el desprecio por la meritocracia.
Otro golpe certero a la meritocracia ha sido la estrategia de privilegiar las importaciones de todo tipo, en lugar de que las compras del Estado se canalicen primero hacia lo producido acá en Venezuela. El Estado se dedicó a comprar bienes, servicios y talento en el exterior, muchas de las veces de manera discrecional, en una clara violación no sólo al interés del país (se favoreció la creación de empleos y desarrollo en otros países), sino que además se escogieron "socios" amigos, no necesariamente a los mejores. De paso, siendo los funcionarios encargados de importar, individuos escogidos por su lealtad al proceso, no era extraño que alimentos y medicinas apareciesen podridos en distintas zonas del país, pues se vencían gracias a que éstos de logística sabían tanto como de física cuántica.
Esa discrecionalidad no pudieron dejar de aprovecharla para lo que terminaban decidiendo contratar en el país y eso fue, sin duda, otro duro golpe a la meritocracia. El Registro Nacional de Contratistas podría servir como base de datos para corroborar la hipótesis de que en gran medida muy poco se licitó o, en todo caso, los contratos los ganaban empresas que destacaban no por sus méritos, sino por sus contactos. La deshonrosa presencia de cubanos en registros y notarías no tendría otra explicación que vigilar a venezolanos que, luego de enriquecerse, siguieran siendo leales a la revolución.
Los contactos para hacer negocios desde el Estado no pueden ser mejores que aquellos que son parte de la familia. El nepotismo descarado del chavismo es el otro gran golpe a la meritocracia. No se escogen funcionarios diplomáticos, gerentes públicos, o demás cargos de relevancia, porque se busquen a las personas con los perfiles profesionales más adecuados, sino que se enchufan a los hermanos, tíos, sobrinos, etc., de los más connotados líderes de la revolución.
La invalidación de pruebas de aptitud para entrar a las universidades han sido otra manifestación más de esa guerra sin cuartel a la meritocracia. La proliferación del rango de general en la Fuerza Armada es también otra medida solapada contra la meritocracia puesto que si son muchos, la conclusión lógica es que cualquiera puede llegar a ser general. Y si vamos a las credenciales y trayectoria de quien hoy funge de presidente de la república, la conclusión es que la meritocracia la han devaluado tanto como a la moneda nacional.
Es algo tan devaluado que la preocupación por la corrupción le dan más centimetraje porque de alguna manera sirve para ocultar la falta de meritocracia en el buen sentido. La verdadera existencia actual de la meritocracia ocurre entonces en el sentido negativo: sólo los más deshonestos y desalmados logran ocupar los más altos cargos en los distintos poderes del Estado. Pero esa meritocracia de pranes no es la que le conviene a ningún país.
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