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Escribo sobre temas que me interesan, me afectan, me gustan, me intrigan: algo bastante sobre política, pero también hay de urbanismo, diseño y temas diversos.

23.11.25

Conversación en la Taquería: Conectando cine, tacos y narcisismo

 Conversación en la Taquería

Conectando cine, tacos y narcisismo

Moisés P. Ramírez (ideas esenciales, estructura y ajustes editoriales, incluyendo selección de imágenes)
Claude Sonnet 4.5 (textos)


William N. me envió varias notas de voz. Transcribirlas sería absurdo. He preferido contarles a mi manera lo que le sucedió recientemente, porque esta historia merece más de contexto y atmósfera que la que permitiría lo que una grabación de WhatsApp proporciona.

William es uno de esos amigos cuya agenda parece diseñada por algún algoritmo de optimización social: siempre está en el lugar indicado, conociendo a la persona indicada, en el momento indicado. No es casualidad. William ha construido durante décadas una red de contactos que abarca desde Silicon Valley hasta los círculos culturales y de negocios de América Latina y Europa. Es empresario, es profesor en la Universidad de California en Berkeley, y, sobre todo, es un conversador nato. El tipo de persona que puede hablar de finanzas corporativas con un inversionista en la mañana y de música con un director de orquesta en la noche, sin que ninguno de los dos sienta que está invadiendo su disciplina improvisadamente.

México es uno de sus destinos frecuentes. Va tan seguido que ya tiene lugares favoritos en Ciudad de México, rutas predilectas, un mapa mental que solo construyen quienes han dejado de ser turistas para convertirse en algo intermedio entre visitante habitual y residente temporal.

Esta vez, como tantas otras, William estaba en la ciudad por asuntos de negocios. Lo que no esperaba era recibir, una tarde de mediados de julio, un mensaje de WhatsApp de Guillermo del Toro.

Se conocían de un encuentro anterior en un festival de cine en Guadalajara, uno de esos eventos donde las conversaciones en los pasillos son más valiosas que las proyecciones oficiales. Del Toro había quedado impresionado por los comentarios de William sobre la relación entre narrativa cinematográfica y arquitectura de software. Habían intercambiado contactos, como se hace en estos casos, sin saber bien si volverían a cruzarse.

El mensaje era directo: "William, si te encuentras en México estos días, te invito a una función privada de mi nueva película: Frankenstein. Es para un grupo muy pequeño. Es mañana por la noche. ¿Te animas?"

William respondió que sí sin pensarlo dos veces.

El Cine Tonalá no es un lugar que encontrarías buscando "cines en Ciudad de México" en Google Maps, con expectativas convencionales. Ubicado en la calle Tonalá 261, en plena Roma Sur, es uno de esos espacios multiculturales que definieron el renacimiento cultural del barrio en la última década. Por fuera parece una casona cualquiera. Por dentro es bar, restaurante, sala de proyección, escenario de teatro, espacio de exposiciones y refugio de cinéfilos que huyen de las salas comerciales.

Su programación es deliberadamente excéntrica: cine independiente europeo, documentales experimentales, funciones de medianoche de terror de culto, directores mexicanos alternativos que no encontrarían pantalla en ningún otro lugar. Es exactamente el tipo de sitio donde un director como Del Toro elegiría hacer un pre-estreno íntimo.

Cuando William llegó esa noche, la pequeña sala ya estaba ocupada por una veintena de personas. Había caras del mundo del cine mexicano, críticos especializados, un par de académicos de la UNAM. Del Toro lo saludó efusivamente y lo presentó brevemente: "William es profesor en Berkeley, pero sobre todo es alguien que piensa el cine de formas que me sorprenden."

La película comenzó. Dos horas después, cuando terminaron los créditos, había un silencio denso en la sala. No el silencio incómodo de quien no sabe qué decir, sino el silencio pesado de quien acaba de presenciar algo que requiere tiempo para procesarse.

Del Toro agradeció a todos por acompañarlo, respondió un par de preguntas generales, y luego, como quien hace una invitación espontánea pero calculada, dijo: "Algunos vamos a ir a comer algo cerca. Quien quiera sumarse, bienvenido."

El grupo se redujo a seis personas. Caminaron las pocas cuadras hasta la Taquería Orinoco, en Álvaro Obregón 179, Roma Norte. Es de esas taquerías que los defeños recomiendan con orgullo: auténtica sin ser pretenciosa, popular sin ser descuidada, llena a cualquier hora porque la comida es realmente buena. Tacos de guisado que respetan las recetas tradicionales, salsas que no necesitan gritar para hacerse notar, ese equilibrio perfecto entre simplicidad y sabor que define lo mejor de la comida mexicana.

Se sentaron en una mesa larga al fondo. Llegaron las órdenes: tinga, picadillo, rajas con queso, nopales. Cervezas. Aguas frescas. El ruido ambiental de la taquería creaba una intimidad paradójica, ese fenómeno donde el bullicio ajeno hace que tu propia conversación se sienta más privada.

La conversación comenzó, como suele ocurrir después de ver una película, con comentarios generales sobre actuaciones, fotografía, decisiones narrativas. Pero eventualmente, como era inevitable, llegaron al tema de fondo.

Del Toro dijo: "Tú, William, que piensas tanto estas cosas, ¿qué te pareció?"

William masticó su taco de tinga, tomó un trago de su cerveza, y dijo: "Es poderosa. Visualmente impresionante. La relación padre-hijo está muy bien construida." Hizo una pausa. "Pero tengo una lectura diferente de la que imagino es tu intención."

"Cuéntame," dijo Del Toro, inclinándose ligeramente hacia adelante con esa curiosidad genuina que caracteriza a los buenos directores.

"Tú planteas Frankenstein como una crítica del romanticismo a la racionalidad científica deshumanizada, ¿no?" dijo William. "Victor Frankenstein como el científico que juega a ser Dios, que viola los límites naturales, y la Criatura como consecuencia de esa arrogancia. Una advertencia sobre los peligros de la ciencia sin ética."

Del Toro asintió. "Sí, ese es el corazón. Cuando leí el libro a los 11 años, me di cuenta de que Jesucristo era Frankenstein. Una creación abandonada por su creador, rechazada por el mundo, sufriendo por existir. La Criatura es Cristo invertido: en lugar de redimir, destruye. Pero ambos son hijos no deseados buscando el amor del padre."

William sonrió. "Es una lectura hermosa. Pero yo creo que Frankenstein no es solo Cristo. Frankenstein somos todos."

Hubo un silencio. Los otros en la mesa dejaron de masticar.

"Explícate," dijo Del Toro.

"Victor Frankenstein toma partes de cadáveres, las ensambla, y crea vida," comenzó William. "Nosotros, cada uno de nosotros, somos creados exactamente igual. No de forma literal, claro, pero sí conceptualmente. Cuando un embrión se forma, está siendo 'ensamblado' a partir de instrucciones genéticas heredadas. Esas instrucciones no son nuestras, son de nuestros ancestros. Algunos vivos, la mayoría muertos."

Del Toro lo miraba fijamente.

"Tenemos dos padres," continuó William. "Cuatro abuelos. Ocho bisabuelos. Dieciséis tatarabuelos. La red de ancestros crece exponencialmente hacia atrás. Cada uno de ellos contribuyó fragmentos de información genética que terminaron en ti, en mí. Somos mosaicos de partes heredadas. Frankenstein fue hecho de brazos, piernas, órganos de distintos muertos. Nosotros fuimos hechos de genes de ancestros distintos, la mayoría ya extintos."

"La embriología como laboratorio de Victor Frankenstein," murmuró uno de los críticos en la mesa.

"Exacto," dijo William. "Y va más allá. Esas instrucciones genéticas no son solo de nuestros abuelos. Van mucho más atrás. Tenemos genes que vienen de cuando éramos peces, de cuando éramos reptiles, de formas de vida que existieron hace millones de años. Esos genes todavía están ahí, algunos silenciados, otros reinterpretados. Llevamos dentro las instrucciones para hacer escamas, para hacer cola, para hacer un montón de cosas que ya no usamos. Somos bibliotecas ambulantes de todas las formas de vida que nos precedieron."

Del Toro se recargó en su silla. "Entonces tu lectura es que Mary Shelley, sin saberlo, escribió una metáfora perfecta de la herencia genética."

"Sí," dijo William. "Pero no solo eso. También escribió sobre la angustia existencial de saberte ensamblado. La Criatura sufre porque sabe que no es 'natural', que fue construida, que es un artefacto. ¿No sentimos todos algo de eso cuando descubrimos que somos portadores de traumas intergeneracionales, de genes que no elegimos, de historias familiares que no ayudamos a construir pero que nos constituyen?"

"Victor como el padre ausente que no asume la responsabilidad de lo que creó," añadió uno de los académicos. "Igual que muchos padres biológicos. Te dieron genes, te ensamblaron, pero luego te abandonaron a tu suerte."

"Pero hay algo más inquietante," dijo William, pidiendo otra ronda de tacos. "Si Frankenstein somos todos, entonces Victor Frankenstein también somos todos. Porque ahora, con CRISPR y edición genética, nosotros sí podemos ser el doctor Frankenstein. Ya no solo heredamos pasivamente, podemos diseñar activamente. La pregunta de Mary Shelley ya no es solo filosófica, es práctica: ¿qué pasa cuando el creador y la criatura se encuentran cara a cara?"

Del Toro se quedó callado un largo momento. Luego dijo: "Nunca lo había pensado así. Siempre vi a Victor como el científico arrogante, pero tienes razón. Todos somos Victor en potencia ahora. Y todos seguimos siendo la Criatura, ensamblados de partes que no elegimos."

"Lo que me lleva a otra cosa," dijo William. "Hay una dimensión psicológica en Frankenstein que creo que no se ha explorado suficientemente."

"¿Cuál?" preguntó Del Toro.

"El narcisismo," respondió William. "Victor Frankenstein es un narcisista grandioso clásico. Cree que las reglas no aplican para él, que puede trascender los límites de la naturaleza, que él solo descubrirá lo que nadie ha descubierto. Y cuando su fantasía colapsa, cuando la Criatura no es la maravilla que imaginó, Victor no asume responsabilidad. Huye. Se victimiza. Culpa. Ese es el ciclo narcisista completo: inflación grandiosa, fracaso, colapso, victimización."

"¿Y la Criatura?" preguntó uno de los críticos.

"Ah, la Criatura es el narcisista vulnerable perfecto," dijo William. "Sufre genuinamente, es realmente rechazado, pero usa ese sufrimiento para justificar cualquier atrocidad. 'Soy malicioso porque soy miserable.' No es una explicación, es una licencia para matar. El vulnerable no asume responsabilidad porque siempre puede culpar a quien lo hirió primero."

Del Toro lo miraba con una mezcla de fascinación y sorpresa. "Nunca pensé en Frankenstein como un estudio del narcisismo."

"Yo creo que Mary Shelley capturó, sin tener el lenguaje psicológico moderno, los tres tipos principales de narcisismo: el grandioso, el vulnerable, y..."

"¿Y?" preguntó Del Toro.

"El vicario," dijo William. "Los que habilitan al narcisista. Alphonse Frankenstein, el padre de Victor, es el vicario perfecto. No interviene, no cuestiona, no establece límites. Su forma de habilitar la grandiosidad de Victor es precisamente su ausencia. Y la universidad, los profesores, la sociedad ginebrina entera. Todos son vicarios institucionales que apoyan al narcisista dándole herramientas, para que las use a su antojo, sin cuestionamiento ético."

La conversación se extendió otra hora. Hablaron de epigenética, de trauma intergeneracional, de libre albedrío versus determinismo genético, de si la Criatura pudo haber elegido no asesinar. Los tacos seguían llegando. Las cervezas también.

Finalmente, pasada la medianoche, el grupo se disolvió. Del Toro y William intercambiaron un abrazo en la calle.

"Me diste mucho en qué pensar," dijo Del Toro. "Deberías escribir sobre esto."

"Tal vez lo haga," respondió William.

Se despidieron. Cada quien tomó su Uber.

Pero William sí lo hizo. Durante las siguientes semanas, cuando regresó a Berkeley, no podía quitarse de la cabeza la conversación en la taquería. Decidió hacer lo que mejor sabe hacer: investigar.

Consiguió una copia del texto original de Frankenstein en inglés. Lo leyó con atención analítica, no como lector casual. Y se le ocurrió algo: ¿qué pasaría si analizara lingüísticamente el uso del modo subjuntivo en los personajes? El subjuntivo es el modo gramatical de lo irreal, de lo que debería ser o hubiera sido. ¿Podrían ser los verbos conjugados de esa forma un marcador del narcisismo?

Diseñó un análisis computacional. Escribió código en Python para detectar patrones lingüísticos. Clasificó a los personajes. Los resultados lo sorprendieron: Victor Frankenstein usaba el subjuntivo 174 veces. Elizabeth, 27 veces. La proporción era abismal.

Escribió dos reportes. El primero, cuantitativo: frecuencias, porcentajes, distribuciones estadísticas. El segundo, cualitativo: análisis psicológico de cada personaje, momentos de transformación, la trampa existencial del subjuntivo como destino.

Cuando terminó, tenía un paper académico completo con dos reportes anexos: un análisis lingüístico-cuantitativo y un análisis cualitativo-narrativo del narcisismo en Frankenstein.

Retomó por WhatsApp la conversación con Del Toro. Le envió un resumen de sus hallazgos. "¿Recuerdas nuestra conversación en la taquería? Lo investigué. El narcisismo está literalmente codificado en el lenguaje de los personajes. Mary Shelley lo capturó sin saberlo."

Del Toro respondió horas después: "Increíble. Me encantaría leer eso completo. Me diste una perspectiva totalmente nueva. De hecho, te cuento algo: mi próxima película va a abordar el mito de Narciso, pero con un tratamiento contemporáneo de los personajes. Después de nuestra conversación, tengo clarísimo cómo quiero hacerla."

William le deseó suerte. Y luego, porque somos amigos desde hace años y sabe que este tipo de temas que combinan arte y ciencia me obsesionan, me envió notas de voz y los archivos de los dos reportes.

El primero es un análisis lingüístico-cuantitativo de narcisismo en Frankenstein, detectando patrones grandiosos, vulnerables y vicarios. El segundo es un análisis cualitativo que explora la psicología profunda de los personajes y la relación entre evolución, libre albedrío y el subjuntivo como trampa existencial. Acá van los links a la nube para quienes quieran leerlos:
Reporte 1 y Reporte 2.

Son documentos académicos rigurosos, pero también son, a su manera, la continuación de una conversación que comenzó en una taquería de la Roma después de ver una película sobre un doctor que jugó a ser Dios y creó un hijo que no podía amar.

Como dijo William esa noche: Frankenstein somos todos. Y quizás, solo quizás, entender cómo fuimos ensamblados —genéticamente, lingüísticamente, psicológicamente— nos ayude a ser mejores doctores de nosotros mismos.

 

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