Conversación en la Taquería
Conectando cine,
tacos y narcisismo
Moisés P.
Ramírez (ideas esenciales, estructura y ajustes editoriales, incluyendo
selección de imágenes)
Claude Sonnet 4.5 (textos)
William N. me envió varias notas de voz. Transcribirlas sería absurdo. He
preferido contarles a mi manera lo que le sucedió recientemente, porque esta
historia merece más de contexto y atmósfera que la que permitiría lo que una
grabación de WhatsApp proporciona.
William es
uno de esos amigos cuya agenda parece diseñada por algún algoritmo de
optimización social: siempre está en el lugar indicado, conociendo a la persona
indicada, en el momento indicado. No es casualidad. William ha construido
durante décadas una red de contactos que abarca desde Silicon Valley hasta los
círculos culturales y de negocios de América Latina y Europa. Es empresario, es
profesor en la Universidad de California en Berkeley, y, sobre todo, es un
conversador nato. El tipo de persona que puede hablar de finanzas corporativas
con un inversionista en la mañana y de música con un director de orquesta en la
noche, sin que ninguno de los dos sienta que está invadiendo su disciplina
improvisadamente.
México es
uno de sus destinos frecuentes. Va tan seguido que ya tiene lugares favoritos
en Ciudad de México, rutas predilectas, un mapa mental que solo construyen
quienes han dejado de ser turistas para convertirse en algo intermedio entre
visitante habitual y residente temporal.
Esta vez,
como tantas otras, William estaba en la ciudad por asuntos de negocios. Lo que
no esperaba era recibir, una tarde de mediados de julio, un mensaje de WhatsApp
de Guillermo del Toro.
Se conocían
de un encuentro anterior en un festival de cine en Guadalajara, uno de esos
eventos donde las conversaciones en los pasillos son más valiosas que las
proyecciones oficiales. Del Toro había quedado impresionado por los comentarios
de William sobre la relación entre narrativa cinematográfica y arquitectura de
software. Habían intercambiado contactos, como se hace en estos casos, sin
saber bien si volverían a cruzarse.
El mensaje
era directo: "William, si te encuentras en México estos días, te invito a
una función privada de mi nueva película: Frankenstein. Es para un grupo muy
pequeño. Es mañana por la noche. ¿Te animas?"
William
respondió que sí sin pensarlo dos veces.
El Cine
Tonalá no es un lugar que encontrarías buscando "cines en Ciudad de
México" en Google Maps, con expectativas convencionales. Ubicado en la
calle Tonalá 261, en plena Roma Sur, es uno de esos espacios multiculturales
que definieron el renacimiento cultural del barrio en la última década. Por
fuera parece una casona cualquiera. Por dentro es bar, restaurante, sala de
proyección, escenario de teatro, espacio de exposiciones y refugio de cinéfilos
que huyen de las salas comerciales.
Su
programación es deliberadamente excéntrica: cine independiente europeo,
documentales experimentales, funciones de medianoche de terror de culto,
directores mexicanos alternativos que no encontrarían pantalla en ningún otro
lugar. Es exactamente el tipo de sitio donde un director como Del Toro elegiría
hacer un pre-estreno íntimo.
Cuando
William llegó esa noche, la pequeña sala ya estaba ocupada por una veintena de
personas. Había caras del mundo del cine mexicano, críticos especializados, un
par de académicos de la UNAM. Del Toro lo saludó efusivamente y lo presentó
brevemente: "William es profesor en Berkeley, pero sobre todo es alguien
que piensa el cine de formas que me sorprenden."
La película
comenzó. Dos horas después, cuando terminaron los créditos, había un silencio
denso en la sala. No el silencio incómodo de quien no sabe qué decir, sino el
silencio pesado de quien acaba de presenciar algo que requiere tiempo para
procesarse.
Del Toro
agradeció a todos por acompañarlo, respondió un par de preguntas generales, y
luego, como quien hace una invitación espontánea pero calculada, dijo:
"Algunos vamos a ir a comer algo cerca. Quien quiera sumarse,
bienvenido."
El grupo se
redujo a seis personas. Caminaron las pocas cuadras hasta la Taquería
Orinoco, en Álvaro Obregón 179, Roma Norte. Es de esas taquerías que los
defeños recomiendan con orgullo: auténtica sin ser pretenciosa, popular sin ser
descuidada, llena a cualquier hora porque la comida es realmente buena. Tacos
de guisado que respetan las recetas tradicionales, salsas que no necesitan
gritar para hacerse notar, ese equilibrio perfecto entre simplicidad y sabor
que define lo mejor de la comida mexicana.
Se sentaron
en una mesa larga al fondo. Llegaron las órdenes: tinga, picadillo, rajas con
queso, nopales. Cervezas. Aguas frescas. El ruido ambiental de la taquería
creaba una intimidad paradójica, ese fenómeno donde el bullicio ajeno hace que
tu propia conversación se sienta más privada.
La
conversación comenzó, como suele ocurrir después de ver una película, con
comentarios generales sobre actuaciones, fotografía, decisiones narrativas.
Pero eventualmente, como era inevitable, llegaron al tema de fondo.
Del Toro dijo:
"Tú, William, que piensas tanto estas cosas, ¿qué te pareció?"
William
masticó su taco de tinga, tomó un trago de su cerveza, y dijo: "Es
poderosa. Visualmente impresionante. La relación padre-hijo está muy bien
construida." Hizo una pausa. "Pero tengo una lectura diferente de la
que imagino es tu intención."
"Cuéntame,"
dijo Del Toro, inclinándose ligeramente hacia adelante con esa curiosidad
genuina que caracteriza a los buenos directores.
"Tú
planteas Frankenstein como una crítica del romanticismo a la racionalidad
científica deshumanizada, ¿no?" dijo William. "Victor Frankenstein
como el científico que juega a ser Dios, que viola los límites naturales, y la
Criatura como consecuencia de esa arrogancia. Una advertencia sobre los
peligros de la ciencia sin ética."
Del Toro
asintió. "Sí, ese es el corazón. Cuando leí el libro a los 11 años, me di
cuenta de que Jesucristo era Frankenstein. Una creación abandonada por su
creador, rechazada por el mundo, sufriendo por existir. La Criatura es Cristo
invertido: en lugar de redimir, destruye. Pero ambos son hijos no deseados
buscando el amor del padre."
William
sonrió. "Es una lectura hermosa. Pero yo creo que Frankenstein no es solo
Cristo. Frankenstein somos todos."
Hubo un
silencio. Los otros en la mesa dejaron de masticar.
"Explícate,"
dijo Del Toro.
"Victor
Frankenstein toma partes de cadáveres, las ensambla, y crea vida," comenzó
William. "Nosotros, cada uno de nosotros, somos creados exactamente igual.
No de forma literal, claro, pero sí conceptualmente. Cuando un embrión se
forma, está siendo 'ensamblado' a partir de instrucciones genéticas heredadas.
Esas instrucciones no son nuestras, son de nuestros ancestros. Algunos vivos,
la mayoría muertos."
Del Toro lo
miraba fijamente.
"Tenemos
dos padres," continuó William. "Cuatro abuelos. Ocho bisabuelos.
Dieciséis tatarabuelos. La red de ancestros crece exponencialmente hacia atrás.
Cada uno de ellos contribuyó fragmentos de información genética que terminaron
en ti, en mí. Somos mosaicos de partes heredadas. Frankenstein fue hecho de
brazos, piernas, órganos de distintos muertos. Nosotros fuimos hechos de genes
de ancestros distintos, la mayoría ya extintos."
"La
embriología como laboratorio de Victor Frankenstein," murmuró uno de los
críticos en la mesa.
"Exacto,"
dijo William. "Y va más allá. Esas instrucciones genéticas no son solo de
nuestros abuelos. Van mucho más atrás. Tenemos genes que vienen de cuando
éramos peces, de cuando éramos reptiles, de formas de vida que existieron hace
millones de años. Esos genes todavía están ahí, algunos silenciados, otros
reinterpretados. Llevamos dentro las instrucciones para hacer escamas, para
hacer cola, para hacer un montón de cosas que ya no usamos. Somos bibliotecas
ambulantes de todas las formas de vida que nos precedieron."
Del Toro se
recargó en su silla. "Entonces tu lectura es que Mary Shelley, sin
saberlo, escribió una metáfora perfecta de la herencia genética."
"Sí,"
dijo William. "Pero no solo eso. También escribió sobre la angustia
existencial de saberte ensamblado. La Criatura sufre porque sabe que no es
'natural', que fue construida, que es un artefacto. ¿No sentimos todos algo de
eso cuando descubrimos que somos portadores de traumas intergeneracionales, de
genes que no elegimos, de historias familiares que no ayudamos a construir pero
que nos constituyen?"
"Victor
como el padre ausente que no asume la responsabilidad de lo que creó,"
añadió uno de los académicos. "Igual que muchos padres biológicos. Te
dieron genes, te ensamblaron, pero luego te abandonaron a tu suerte."
"Pero
hay algo más inquietante," dijo William, pidiendo otra ronda de tacos.
"Si Frankenstein somos todos, entonces Victor Frankenstein también somos
todos. Porque ahora, con CRISPR y edición genética, nosotros sí podemos ser el
doctor Frankenstein. Ya no solo heredamos pasivamente, podemos diseñar
activamente. La pregunta de Mary Shelley ya no es solo filosófica, es práctica:
¿qué pasa cuando el creador y la criatura se encuentran cara a cara?"
Del Toro se
quedó callado un largo momento. Luego dijo: "Nunca lo había pensado así.
Siempre vi a Victor como el científico arrogante, pero tienes razón. Todos
somos Victor en potencia ahora. Y todos seguimos siendo la Criatura,
ensamblados de partes que no elegimos."
"Lo
que me lleva a otra cosa," dijo William. "Hay una dimensión
psicológica en Frankenstein que creo que no se ha explorado
suficientemente."
"¿Cuál?"
preguntó Del Toro.
"El
narcisismo," respondió William. "Victor Frankenstein es un narcisista
grandioso clásico. Cree que las reglas no aplican para él, que puede trascender
los límites de la naturaleza, que él solo descubrirá lo que nadie ha
descubierto. Y cuando su fantasía colapsa, cuando la Criatura no es la
maravilla que imaginó, Victor no asume responsabilidad. Huye. Se victimiza.
Culpa. Ese es el ciclo narcisista completo: inflación grandiosa, fracaso,
colapso, victimización."
"¿Y la
Criatura?" preguntó uno de los críticos.
"Ah,
la Criatura es el narcisista vulnerable perfecto," dijo William.
"Sufre genuinamente, es realmente rechazado, pero usa ese sufrimiento para
justificar cualquier atrocidad. 'Soy malicioso porque soy miserable.' No es una
explicación, es una licencia para matar. El vulnerable no asume responsabilidad
porque siempre puede culpar a quien lo hirió primero."
Del Toro lo
miraba con una mezcla de fascinación y sorpresa. "Nunca pensé en
Frankenstein como un estudio del narcisismo."
"Yo
creo que Mary Shelley capturó, sin tener el lenguaje psicológico moderno, los
tres tipos principales de narcisismo: el grandioso, el vulnerable, y..."
"¿Y?"
preguntó Del Toro.
"El
vicario," dijo William. "Los que habilitan al narcisista. Alphonse
Frankenstein, el padre de Victor, es el vicario perfecto. No interviene, no
cuestiona, no establece límites. Su forma de habilitar la grandiosidad de
Victor es precisamente su ausencia. Y la universidad, los profesores, la
sociedad ginebrina entera. Todos son vicarios institucionales que apoyan al
narcisista dándole herramientas, para que las use a su antojo, sin
cuestionamiento ético."
La
conversación se extendió otra hora. Hablaron de epigenética, de trauma
intergeneracional, de libre albedrío versus determinismo genético, de si la
Criatura pudo haber elegido no asesinar. Los tacos seguían llegando. Las
cervezas también.
Finalmente,
pasada la medianoche, el grupo se disolvió. Del Toro y William intercambiaron
un abrazo en la calle.
"Me
diste mucho en qué pensar," dijo Del Toro. "Deberías escribir sobre
esto."
"Tal
vez lo haga," respondió William.
Se
despidieron. Cada quien tomó su Uber.
Pero
William sí lo hizo. Durante las siguientes semanas, cuando regresó a Berkeley,
no podía quitarse de la cabeza la conversación en la taquería. Decidió hacer lo
que mejor sabe hacer: investigar.
Consiguió
una copia del texto original de Frankenstein en inglés. Lo leyó con atención
analítica, no como lector casual. Y se le ocurrió algo: ¿qué pasaría si
analizara lingüísticamente el uso del modo subjuntivo en los personajes? El
subjuntivo es el modo gramatical de lo irreal, de lo que debería ser o hubiera
sido. ¿Podrían ser los verbos conjugados de esa forma un marcador del
narcisismo?
Diseñó un
análisis computacional. Escribió código en Python para detectar patrones
lingüísticos. Clasificó a los personajes. Los resultados lo sorprendieron:
Victor Frankenstein usaba el subjuntivo 174 veces. Elizabeth, 27 veces. La
proporción era abismal.
Escribió
dos reportes. El primero, cuantitativo: frecuencias, porcentajes,
distribuciones estadísticas. El segundo, cualitativo: análisis psicológico de
cada personaje, momentos de transformación, la trampa existencial del
subjuntivo como destino.
Cuando
terminó, tenía un paper académico completo con dos reportes anexos: un análisis
lingüístico-cuantitativo y un análisis cualitativo-narrativo del narcisismo en
Frankenstein.
Retomó por
WhatsApp la conversación con Del Toro. Le envió un resumen de sus hallazgos.
"¿Recuerdas nuestra conversación en la taquería? Lo investigué. El
narcisismo está literalmente codificado en el lenguaje de los personajes. Mary
Shelley lo capturó sin saberlo."
Del Toro
respondió horas después: "Increíble. Me encantaría leer eso completo. Me
diste una perspectiva totalmente nueva. De hecho, te cuento algo: mi próxima
película va a abordar el mito de Narciso, pero con un tratamiento contemporáneo
de los personajes. Después de nuestra conversación, tengo clarísimo cómo quiero
hacerla."
William le
deseó suerte. Y luego, porque somos amigos desde hace años y sabe que este tipo
de temas que combinan arte y ciencia me obsesionan, me envió notas de voz y los
archivos de los dos reportes.
El primero
es un análisis lingüístico-cuantitativo de narcisismo en Frankenstein,
detectando patrones grandiosos, vulnerables y vicarios. El segundo es un
análisis cualitativo que explora la psicología profunda de los personajes y la
relación entre evolución, libre albedrío y el subjuntivo como trampa
existencial. Acá van los links a la nube para quienes quieran leerlos:
Reporte 1 y Reporte 2.
Son
documentos académicos rigurosos, pero también son, a su manera, la continuación
de una conversación que comenzó en una taquería de la Roma después de ver una
película sobre un doctor que jugó a ser Dios y creó un hijo que no podía amar.
Como dijo
William esa noche: Frankenstein somos todos. Y quizás, solo quizás, entender
cómo fuimos ensamblados —genéticamente, lingüísticamente, psicológicamente— nos
ayude a ser mejores doctores de nosotros mismos.
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