Máscara en el teatro, en el carnaval, pero también en robos y asesinatos. La máscara que oculta nuestra identidad es, en este siglo, un artículo en desuso, especialmente cuando se trata de actos delincuenciales. Nunca pensé que el gesto de enmascararse podría haber significado que un delincuente indicaba con ello su intención de no ser posteriormente identificado como tal, como si más allá de eludir la justicia, tuviese todavía algo de verguenza al ser considerado como tal.
Las redes sociales son ríos de imágenes que traen a la orilla de nuestros ojos actos deplorables, sanguinarios, vergonzosos en los que sus protagonistas no tienen la más mínima preocupación en ser identificados. Desde los selfies que delatan el porte ilícito de cualquier tipo de arma, hasta los videos que captan la ejecución misma de delitos, a veces desde una cámara de seguridad, otras desde cámaras de testigos, acompañantes o de los propios delincuentes, conforman el album del caretablismo. No les importa.
Es demasiado simple explicarlo diciendo que eso sucede porque impera la impunidad, en vez de la ley. Existe algo más. Existe una especie de valoración del delito a lo Naranja Mecánica, como la plasmada en ese film pránico de Kubrick: un prestigio negativo que se construye con el objetivo de suscitar admiración (insólito).
Cuando funcionarios gubernamentales presentan en medios grabaciones de conversaciones privadas (verdaderas o no), obtenidas (o fabricadas) ilegalmente, no usan máscaras. Lo hacen con su caretabla, al igual que violan leyes desde los tribunales o la fiscaía, para imponer una determinada "verdad" procesal. En poco tiempo, testaferros y sus complicaciones ya no harán falta para que funcionarios corruptos, al mejor estilo pran, muestren sus botines capturados en la piadosa guerra que libran contra la decadente decencia.
Por eso celebramos, quizás más de la cuenta, los #PanamaPapers. Porque periodistas sin máscaras, basándose en la obtención ilegal de evidencias, logran exponer a tanto corrupto de los que todavía ocultan sus delitos trás la máscara de empresas off-shore. El reclamo pareciera a veces más referido al hecho ridículo de usar esas empresas-máscara, que al hecho de ser corruptos.
Detrás del delincuente con la cara expuesta, de la anti-máscara, hay algo más tipo kamikaze o yihad. Son operaciones al filo de la vida, de la vida moral que explota y muere en las redes sociales junto a cuerpos y rostros descubiertos de quienes ejecutan actos que son sin duda inmorales, aunque los intenten justificar desde cualquier dogma de fe. Los del Ejército Islámico y los pranes de acá cubren a veces su rostro, pero en todo caso, los primeros lo hacen para no tragar tanta arena y los segundos para no tragar tanto humo de calima.
No porque les importe que les vean la cara haciendo lo que hacen.
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